DE LOS AUSTRIAS A MOURINHO
Retrato ecuestre del Emperador Carlos I en la batalla de Muhlberg pintado por Tiziano. (Haga doble click en cualquiera de la imágenes para ampliarlas)
Por nuestro enviado especial Florentino Areneros.
En los comienzos del Siglo XVI la dinastía de los Austrias llegaría al trono de España. Un joven Carlos I de España hijo de Juana la Loca, hija a su vez de los Reyes Católicos, sería proclamado Rey por las Cortes de Castilla en 1518 y posteriormente por las de Aragón. En 1519 heredaría el Sacro Imperio Romano Germánico tras la muerte de su abuelo Maximiliano I, convirtiéndose en el monarca más poderoso de todo el orbe.
Como su propio nombre indica, los Austrias no eran de aquí, y el bisoño Carlos tardaría mucho en adaptarse a las costumbres y usos de estas tierras, lo que le acarrearía no pocos problemas en la Península, entre ellos las revueltas de los Comuneros en Castilla, o las Germanías en Levante. Pero con el tiempo este monarca al igual que los numerosos guiris que pueblan nuestra piel de toro, se fue haciendo al modo de vida español, a sus costumbres y tradiciones, y elegiría nuestras tierras para pasar su jubilación, como hacen actualmente otros muchos europeos que dan color, rosado tirando a bermellón, a nuestras costas, urbanizaciones e innumerables campos de golf, atraídos por el buen clima, el amable trato de los nativos, el tapeo y el buen precio de los gin-tonic. El cansado y enfermo monarca se retiraría a pasar sus últimos días al Monasterio de Yuste en la bella comarca de La Vera en Cáceres de la que ya habláramos en la crónica Cáceres II, en la sección “Otras Plazas”.
En 1555 tras un intenso y ajetreado reinado Carlos I renunciaba al trono y cedía gran parte de su Imperio a su hijo Felipe II tras un emotivo discurso pronunciado en Bruselas. El heredero era fruto del matrimonio del Emperador con su prima Isabel de Portugal, hermana del monarca luso Juan III. Felipe II se desposaría también con otra portuguesa, María de Portugal.
Al contrario que su padre, Felipe había nacido y se había criado en España, y siempre sintió apego por las costumbres españolas, entre ellas los toros como no podía ser de otra forma. Durante el reinado de este rey era habitual la celebración de festejos taurinos, aunque por esta época el toreo se realizaba a caballo y eran miembros de la nobleza los encargados de lidiar a los morlacos, ayudados por algunos sirvientes a pie que eran los responsables de asistir a los jinetes y ayudar a controlar al toro, y es de aquí de donde nacería con posterioridad el toreo a pie que hoy conocemos. Estos espectáculos se solían celebrar en las plazas mayores de las localidades donde tenían lugar, entre ellas la Plaza Mayor de Madrid corazón del Madrid de Los Austrias, que se preparaban al efecto para los festejos, ya que la aparición de las plazas fijas sería muy posterior. Normalmente para dar mayor realce al evento se solía acompañar de otros espectáculos de gran predicamento popular como bien podía ser alguna que otra ejecución (las múltiples tenían más taquilla) o incluso algún auto de fe, con la incineración de algún hereje incluida. Ya sé que esto puede chocar en los tiempos que corren pero piensen ustedes que esta gente carecía de televisión y no podía disfrutar de realitis chous, o con la vida y obras de personajes como Belén Esteban. Por algún lado tenían que desahogarse los pobres.
Un festejo taurino en la Plaza Mayor de Madrid.
Fíjense ustedes cual sería la afición de los Austrias a la Fiesta Nacional, que cuando Felipe II nació, su padre no se conformó con invitar a unas rondas a los amigos y al tradicional y generoso reparto de habanos, si no que decidió lancear personalmente un toro, a lo grande como tiene que ser, que para eso uno es emperador. Se cuenta también que incluso Carlos I de Inglaterra y su hombre de confianza Lord Buckingham (el del palas) participaron personalmente en alguno de estos festejos durante una visita a España, con tanto éxito que luego trataron de repetirlo en su tierra, pero claro, nada que ver las ganaderías británicas carentes de cualquier encaste bravo con las patrias, donde va a parar por favor, y ya se sabe, sin toro no hay fiesta como hemos podido comprobar día si y día también en la Feria de San Isidro, de ahí el hecho de que este espectáculo no cuajara en las islas. Tal vez sea esta la explicación a la aparición de los juligans, que carentes de un espectáculo de estas características se dedican a lidiar a cualquier cosa que se mueva y que no comparta sus divisas, y luego dicen que los brutos somos los hispanos.
Por nuestro enviado especial Florentino Areneros.
En los comienzos del Siglo XVI la dinastía de los Austrias llegaría al trono de España. Un joven Carlos I de España hijo de Juana la Loca, hija a su vez de los Reyes Católicos, sería proclamado Rey por las Cortes de Castilla en 1518 y posteriormente por las de Aragón. En 1519 heredaría el Sacro Imperio Romano Germánico tras la muerte de su abuelo Maximiliano I, convirtiéndose en el monarca más poderoso de todo el orbe.
Como su propio nombre indica, los Austrias no eran de aquí, y el bisoño Carlos tardaría mucho en adaptarse a las costumbres y usos de estas tierras, lo que le acarrearía no pocos problemas en la Península, entre ellos las revueltas de los Comuneros en Castilla, o las Germanías en Levante. Pero con el tiempo este monarca al igual que los numerosos guiris que pueblan nuestra piel de toro, se fue haciendo al modo de vida español, a sus costumbres y tradiciones, y elegiría nuestras tierras para pasar su jubilación, como hacen actualmente otros muchos europeos que dan color, rosado tirando a bermellón, a nuestras costas, urbanizaciones e innumerables campos de golf, atraídos por el buen clima, el amable trato de los nativos, el tapeo y el buen precio de los gin-tonic. El cansado y enfermo monarca se retiraría a pasar sus últimos días al Monasterio de Yuste en la bella comarca de La Vera en Cáceres de la que ya habláramos en la crónica Cáceres II, en la sección “Otras Plazas”.
En 1555 tras un intenso y ajetreado reinado Carlos I renunciaba al trono y cedía gran parte de su Imperio a su hijo Felipe II tras un emotivo discurso pronunciado en Bruselas. El heredero era fruto del matrimonio del Emperador con su prima Isabel de Portugal, hermana del monarca luso Juan III. Felipe II se desposaría también con otra portuguesa, María de Portugal.
Al contrario que su padre, Felipe había nacido y se había criado en España, y siempre sintió apego por las costumbres españolas, entre ellas los toros como no podía ser de otra forma. Durante el reinado de este rey era habitual la celebración de festejos taurinos, aunque por esta época el toreo se realizaba a caballo y eran miembros de la nobleza los encargados de lidiar a los morlacos, ayudados por algunos sirvientes a pie que eran los responsables de asistir a los jinetes y ayudar a controlar al toro, y es de aquí de donde nacería con posterioridad el toreo a pie que hoy conocemos. Estos espectáculos se solían celebrar en las plazas mayores de las localidades donde tenían lugar, entre ellas la Plaza Mayor de Madrid corazón del Madrid de Los Austrias, que se preparaban al efecto para los festejos, ya que la aparición de las plazas fijas sería muy posterior. Normalmente para dar mayor realce al evento se solía acompañar de otros espectáculos de gran predicamento popular como bien podía ser alguna que otra ejecución (las múltiples tenían más taquilla) o incluso algún auto de fe, con la incineración de algún hereje incluida. Ya sé que esto puede chocar en los tiempos que corren pero piensen ustedes que esta gente carecía de televisión y no podía disfrutar de realitis chous, o con la vida y obras de personajes como Belén Esteban. Por algún lado tenían que desahogarse los pobres.
Un festejo taurino en la Plaza Mayor de Madrid.
Fíjense ustedes cual sería la afición de los Austrias a la Fiesta Nacional, que cuando Felipe II nació, su padre no se conformó con invitar a unas rondas a los amigos y al tradicional y generoso reparto de habanos, si no que decidió lancear personalmente un toro, a lo grande como tiene que ser, que para eso uno es emperador. Se cuenta también que incluso Carlos I de Inglaterra y su hombre de confianza Lord Buckingham (el del palas) participaron personalmente en alguno de estos festejos durante una visita a España, con tanto éxito que luego trataron de repetirlo en su tierra, pero claro, nada que ver las ganaderías británicas carentes de cualquier encaste bravo con las patrias, donde va a parar por favor, y ya se sabe, sin toro no hay fiesta como hemos podido comprobar día si y día también en la Feria de San Isidro, de ahí el hecho de que este espectáculo no cuajara en las islas. Tal vez sea esta la explicación a la aparición de los juligans, que carentes de un espectáculo de estas características se dedican a lidiar a cualquier cosa que se mueva y que no comparta sus divisas, y luego dicen que los brutos somos los hispanos.