martes, 25 de mayo de 2010

UNA PAVOROSA CORNADA


UNA PAVOROSA CORNADA
La pavorosa cornada que sufrió el diestro Julio Aparicio la pasada semana en la Monumental de Madrid. (haga doble click en cualquiera de las imágenes para ampliarla)


Por Florentino Areneros.
Para esta semana tenía pensado tratar otro tema, pero amigos lectores seguidores de Sol y Moscas la actualidad manda y no podemos dejar de lado un tremendo suceso ocurrido la pasada semana en la Monumental de Madrid, que de nuevo enlaza nuestra afición a la tauromaquia con nuestra no menos profunda afición guerracivilera. Por esta semana vamos a dejar de lado ese tono irónico y satírico que de vez en cuando nos permitimos en nuestras crónicas. Muchos de ustedes pensarán que es algo motivado por la enorme e insuperable tristeza producida por la retirada de los ruedos de Moncloveño tal y como recogíamos en nuestra última crónica titulada “cortarse la coleta”, pero no es este el motivo. Es más, tras la retirada del diestro, un servidor como apoderado suyo, me desplacé hasta su finca de La Rosaleda situada en los Altos de La Moncloa, con el fin de zanjar los pequeños flecos económicos pendientes por la realización de mi labor durante este periodo, encontrándome con la desagradable noticia que me comunicó el propio diestro, en la que me informaba que todas sus últimas actuaciones habían sido festivales benéficos, si señoras y señores, había toreado por la patilla y ya se pueden imaginar la expresión de este plumilla. De nuevo el cuento de la lechera, mi coche nuevo, mis cajas de habanos, mis tertulias radiofónicas, mis apariciones en La Noria y Mira Quien Baila, todo echado a perder por el altruismo de este sujeto. Que engañados nos tenía a todos, pero ahora que la venda ha caído de mis ojos les puedo decir que este diestro abusaba del pico en los pases, toreaba fuera de cacho y no eran ronaldeos abdominales lo que lucía, era una prominente barriga cervecera.

Pero volvamos a la terrible actualidad, que como ustedes habrán podido adivinar se refiere a la terrorífica cogida que sufrió el diestro Julio Aparicio el pasado viernes en el coso de Las Ventas. Se lidiaba el primer toro de la corrida, de nombre Opíparo, jabonero de capa, de 530 kilos de peso y marcado con el número 181, que pertenecía a la ganadería de Juan Pedro Domecq, un toro de preciosa lámina. El hierro de Juan Pedro Domecq es uno de las preferidos de los que denominan figuras, un ganado cómodo de lidiar que no presenta las dificultades de otros encastes más “duros”, pero aún así un toro es un toro, y cualquier descuido puede resultar fatal.

Había comenzado Aparicio su faena de muleta con dos tandas de derechazos. Situado en los medios comenzó una tanda al natural y al salir del primer pase tropezó con los cuartos traseros del animal cayendo al suelo. El diestro intentó incorporarse con la mala fortuna de que el toro le empitonó a la altura de la cara, atravesándole la barbilla de un golpe seco, letal, como una cuchillada certera. Por fortuna el toro soltó rápidamente al torero y en la plaza no se pudo apreciar el dramatismo de la cogida, ni el alcance de la misma. Sin embargo las imágenes gráficas si que nos mostrarían posteriormente la verdadera dimensión de la pavorosa cogida, Opíparo había atravesado la barbilla del torero y la punta de su pitón asomaba por la boca del diestro. La terrorífica imagen había congelado esa décima de segundo, ese terrible momento que nos muestra la verdadera dimensión trágica de la Fiesta: el juego entre la vida y la muerte.

Pero a pesar de lo impactante de la imagen y de la gravedad de las heridas, el diestro sevillano lo podrá contar. Han sido muchos los toreros que han muerto de una cornada fulminante durante la lidia, en este mismo semanario ya mencionamos al torero cartagenero Gavira, muerto en la plaza de Madrid, o las muertes más recientes del Yiyo en Colmenar, o del subalterno Montoliú en Castellón, todos ellos fallecerían de manera fulminante tras la mortal cogida. Pero si hay un torero cuya muerte nos ha recordado la terrible imagen de la cogida de Julio Aparicio ese es el desafortunado diestro valenciano Manuel Granero, que fallecería en la plaza de Madrid, en la antigua que se ubicaba en el solar del actual Palacio de los Deportes, el siete de mayo de 1922, tras ser corneado contra las tablas por el toro “Pocapena” de la ganadería del Duque de Veragua, una de las cornadas, la que le produciría la muerte instantánea, se la propinó el astado en el ojo derecho, atravesándole el cerebro. Como curiosidad mencionar que esa misma tarde y en esa misma plaza, tomaría la alternativa el diestro de Rivas Marcial Lalanda, y que también años después, en el verano de 1936 poco después de comenzar la guerra, sería fusilado el ganadero, el Duque de Veragua. Otro torero que al igual que Julio Aparicio conseguiría salvar milagrosamente su vida tras una terrible cogida en el rostro fue el diestro Manuel Domínguez “Desperdicios”, que seria corneado por el toro “Barrabás” en la plaza del Puerto de Santa María el 1 de Junio de 1857, sufriendo también una terrible cornada en la boca y otra en el rostro, que le vació un ojo que le quedaría colgando, el diestro se arrancó el colgajo mientras exclamaba: “fuera desperdicios”, de donde le vendría el apodo.

El torero valenciano Granero frente a un toro de Domecq, al igual que el que corneo a Julio Aparicio, en la Maestranza de Sevilla en el año de 1921. Observen el tamaño de toro y torero.
Estos ejemplos nos muestran claramente como lo que subyace tras ese decorado alegre y festivo del mundo de los toros, no es otra cosa que la muerte que aguarda paciente su momento. Al igual que con los toros, los aficionados a la historia, y en concreto al periodo de la guerra civil, gustan de estudiar los sucesos que acaecieron en ese periodo y de contemplar los restos que todavía se conservan de aquel trágico episodio, pero de la misma forma que en el mundo taurino, detrás la guerra se encuentra la muerte.

Afortunadamente en el caso de Julio Aparicio se consiguió esquivar a la muerte, pero la cogida del diestro sevillano me ha traído a la cabeza la figura de uno de los muchos anónimos protagonistas que dejaron su vida en la contienda. Me refiero en concreto a la figura del vitoriano Jesús Martínez de Aragón muerto en el Frente de Madrid en el mes de Abril de 1937, mientras tomaba parte en la ofensiva lanzada por el Ejército Popular de la República y que se conocería como Operación Garabitas.

Una imagen de Jesús Martínez de Aragón en la portada del semanario Crónica del 18 de Abril de 1937, donde se recoge la noticia de su muerte.

En el momento de su muerte Martínez de Aragón mandaba la II Brigada Mixta, pero al igual que muchos de los mandos de este improvisado ejército su profesión no era la de militar, su verdadera profesión al producirse el golpe militar de julio del 36 era la de abogado. Provenía de una acomodada familia de la burguesía vitoriana, muchos de cuyos miembros fallecerían a causa de la represión franquista. Jesús Martínez de Aragón participaría en acciones bélicas en diversos frentes, comenzando en el de Guadalajara concretamente en la defensa de Sigüenza. En esta bella localidad quedaron cercados un buen número de milicianos republicanos y de civiles (500 y 200 respectivamente), que se hicieron fuertes en la Catedral, donde sufrirían un duro asedio, del que algunos lograrían evadirse. Sin embargo tras más de una semana de asedio, los sitiados se rinden el 15 de octubre de 1936, un gran número de ellos serían posteriormente fusilados. Más adelante también participaría en los combates para frenar el avance del Ejercito de Africa en localidades como Seseña o Villaverde y posteriormente en la Batalla de Madrid en noviembre de 1936, y ya en la primavera de 1937 intervendría en la Operación Garabitas donde encontraría la muerte en la Casa de Campo. El mismo día de su muerte, sería inmortalizado por la cámara de Joris Ivens en la película Spanish Earth con guión de Ernst Hemingway, donde aparece en diferentes escenas visitando el frente en las proximidades del Hospital Clínico.

Una imagen de Martínez de Aragón junto a sus hombres en la Glorieta de Cuatro Caminos de Madrid, al fondo podemos contemplar los edificios Titanic.

Martínez de Aragón falleció mientras encabezaba el avance de sus hombres al parecer según diversas fuentes de un tiro que le entraría por la boca causándole una muerte casi instantánea, no tuvo la fortuna, entre comillas, que acompaño la otra tarde al diestro Julio Aparicio que pudo esquivar la muerte. Hemos podido encontrar en el amplio archivo de Sol y Moscas información de primera mano sobre la muerte de este militar republicano, se trata del artículo que escribió su amigo y periodista, vasco como él, Julian Zugazagoitia en el periódico El Socialista, que tenía su redacción en el número 20 de la madrileña calle de Carranza, finca en la que también residía Indalecio Prieto. Este periodista bilbaíno ocuparía diversos puestos de máxima responsabilidad durante la guerra, siendo Ministro de la Gobernación desde mayo del 37 a abril del 38, pasando posteriormente a desempeñar la Secretaría General de Defensa Nacional hasta finalizar la Guerra. Se exiliaría a Francia, donde sería capturado por la Gestapo que lo entregaría a las autoridades franquistas que lo fusilarían en las tapias del Cementerio de la Almudena el nueve de noviembre de 1940. Entre sus muchas obras destaca un libro imprescindible para el conocimiento de la guerra civil de título “Guerra y vicisitudes de los Españoles”, así como la recopilación de artículos publicados en El Socialista durante la guerra titulado “Carranza 20”. En este volumen se incluye “BORDADOS DE SANGRE”, un emocionado artículo que Zugazagoitia escribió para recordar y honrar la figura de su amigo, el cual reproducimos aquí para que ustedes conozcan un poco más de este personaje y puedan disfrutar del talento de uno de los indiscutibles maestros del periodismo del Siglo XX, al que sin embargo son pocos quienes conocen, Julian Zugazagoitia.

Florentino Areneros.

BORDADOS DE SANGRE

Le mataron por el pecho. Muy fácilmente. Saltó de la trinchera en lo más rudo del combate y las balas del enemigo le devolvieron a ella muerto, con media docena de agujeros en el tórax y en la cabeza. Escribo de Martínez de Aragón. Si su muerte no fue un suicidio, anduvo muy cerca de serlo.

Tenía un sector difícil, con hombres difíciles. Dos días antes no pudo cubrir, por mucho que personalmente hizo, el objetivo que se le había asignado. Este fracaso determinó un requerimiento de su jefe, quien, después de interrogarle sobre lo sucedido y de escuchar su respuesta, determinó colérico: «Lo de siempre: un caso más de cobardía del jefe, que se resuelve cargando la culpa a otros.» El abochornado a presencia de varias personas, todas silenciosas, pero todas complacidas, empalideció como si se hubiese muerto. Cuadrado militarmente, no encontró voz para responder. Saludó automáticamente y, en obediencia a una orden seca, se retiró. Todo lo que luego había de suceder fue una consecuencia de esas palabras, que a Martínez de Aragón le entraron por el pecho con mayor crue-dad que unas horas después habían de entrarle las balas del enemigo. Salió del despacho de su jefe sangrando y para morirse. Nadie de cuantos asistieron a la escena se dio cuenta de lo que había pasado en un relámpago de tiempo, por lo mismo que ninguno, comenzando por el más alto y terminando por el más bajo, ¡ninguno!, podía competir en capacidad varonil con Martínez de Aragón. De otra manera, viéndole marcharse con su paso cíe autómata desemblantado, estriados de sangre los ojos, hubiesen adivinado que aquel militar por voluntad, fiel a la norma de su casa, iba derecho a morirse para borrar la ofensa de su jefe. Le faltó tiempo, al llegar a la trinchera desde donde defendía Madrid, para saltar fuera de ella, buscando apoderarse, si le seguían sus hombres de la trinchera enemiga. Cayó de espaldas, acribillado de tiros, ante sus soldados, que se quedaron mirando a su cuerpo, en seguida frío, con ojos de estupor. Les faltó tiempo para explicarse lo ocurrido.. Tan rápido había pasado todo. No era alucinación. El cadáver de Martínez de Aragón estaba allí, dispuesto, con los bordados de su sangre, a pasar a una sepultura anónima. En ella está. En su sepelio no hubo clarines ni tambores. Sólo el adversario le hizo homenaje a su orgullo, de la única manera que podía hacérselo, matándole. A ese epílogo militar precede una vida de claridad solar y de optimismo insólito. Martínez de Aragón es, de cuantas personas congrega la personalidad de Prieto en su domicilio de la calle de Carranza, la única que no paga diezmo alguno al pesimismo. Fino, pulido, casi siempre silencioso, se defiende de todas las noticias infaustas con una sonrisa y con su convicción. «Lo que hace falta es que nos entreguen armas y que se confíe en el pueblo.» Nadie le separa de ese criterio. Cuando alguien, más afligido que los demás, le pregunta: «Ahora en serio, Jesús, ¿de verdad cree que venceremos?», contestaba con Firmeza de creyente: «Estoy seguro de la victoria. Se dijera que la estoy viendo.» Hablando del triunfo se le calentaba, hasta adquirir acentos y matices nuevos, aquella su voz baja, hecha a voluntad baja para pasar inadvertido. Prieto le distinguía, en aquellos días, con una admiración visible. Le asestaba las malas noticias sólo por el goce de verle reaccionar. Ante ninguna, por apretada que fuese, se le cayó el ánimo ni Le ílaqueó la fe. ¿Inconsciencia? ¿Fingimiento? Estaba a igual distancia de la tontería que del cálculo, la segura veracidad de su optimismo era resultado de su convicción indestructible en la reacción popular. En aquella casa de Carranza las personas más dispares buscaban su diálogo para tonificarse el corazón y contagiarse de confianza. Los diálogos se terminaron en el mismo instante en que hubo necesidad de disponerse al asalto del cuartel de la Montaña. Martínez de Aragón se proveyó de una pistola ametralladora y con aquel aire de silencio que rodeaba todas sus acciones, se fue a cumplir con su deber. A partir de ese momento se decide por hacer la guerra. Es lo que mejor cuadra a su temperamento y a su escondida vocación. Va a la guerra con su pistola ametralladora; organiza y arma unos milicianos y se resuelve a mandarlos. Terminaron definitivamente los coloquios de la calle de Carranza. En lo sucesivo, el que desee tonificarse con la fe de Martínez de Aragón necesitará buscarle en el frente. Lo que se dice de él es bastante incierto. Se bate en las cercanías de Sigüenza y en el mismo Sigüenza. Cuando queremos saber de él le enviamos a un informador, que nos declara siempre lo mismo: es un jefe sereno. Y a continuación, confirmando el dictamen, el detalle de varias proezas, iguales a muchas otras proezas que nadie ha tenido interés en salvar del anónimo. Bien están en él ahora que la tierra se ha cerrado sobre sus autores.

Después, Madrid. ¿Quién supo, descontados sus jefes y soldados, que Martínez de Aragón tenía un puesto en las trincheras de la capital? No lo supimos ni sus amigos. No hizo en ellas cosa extraordinaria que necesite ser subrayada con letras de fuego. Hizo lo que otros muchos: cumplir con su deber, y cumplirlo, en su caso no podía ser de otra manera, inteligentemente. Cada vida de las que le habían sido confiadas tenía, en su concepto un precio y un rango, y él se consideraba obligado a cuidar de ella en todo momento, evitando su pérdida en tanto no resultase imperiosamente necesario ofrendársela a la victoria. Llegada esta ocasión, no cuidaba más de la suya, y, como todas, era moneda en el aire cuyo destino sólo sería conocido al final del combate. Profesaba, en materia de riesgos, el culto de la igualdad, y no pidió a sus soldados, habiéndoles pedido mucho, nada que no se anticípase a ejecutar por sí mismo. Las vicisitudes de la campaña no le adelgazaron la fe en la victoria. En su trinchera cíe Madrid siguió pensando exactamente como en las reuniones de Carranza, la víspera de lanzarse al asalto del cuartel de la Montaña. Su moral era indestructible. Tenía la certeza de que pasarían los momentos difíciles y de que el escenario de la guerra se trasladaría, del Centro, al Sur: de Madrid a Sevilla, y del Norte al Centro: de Guipúzcoa a Burgos. Murió con esa convicción. A diferencia de otros soldados, el valor de Martínez de Aragón no está en su muerte, sino en su vida. Esta es en él una obra de consecuencia que conduce, por voluntad, recta y clara, hasta el último momento. Es la vida que le soñaron sus padres y la que le propiciaron sus hermanos. Ninguna desgracia se la tuerce, todos los dolores se la acendran. El infortunio, que le hizo abundante compañía, le dio temple. La guerra le obligó a exhibirlo. Y por tierras de Sigüenza, como en la defensa de Madrid, tuvo siempre saldo a su favor en la cuenta de los deberes. Si no daba a la publicidad esas liquidaciones, acháquese ello a su poderosa educación civil. Para su naturaleza, or-gullosamente recatada, fue rudo golpe la violenta reprensión de su jefe. ¿Para qué palabras cuando tan a mano tenía la posibilidad de demostrar inequívocamente lo injusto de una atribución bochornosa? Amargo de boca, sonámbulo de espíritu, tieso de voluntad, se metió trinchera
adentro...

El pecho bordado de sangre, lo llevaron a enterrar. A sus amigos nos agradaría conocer con exactitud el lugar de su sepultura para llevar a ella, en los aniversarios de su muerte, en vez de una rama de laurel, unas brazadas de flores a las que todos los hombres del país vasco somos aficionados. Sólo eso le falta: flores, que el corazón, al vaciársele, le puso en el pecho los símbolos del máximo honor militar.

Julian Zugazagoitia.


LOS VIDEOS DE SOL Y MOSCAS

Fragmentos de la película Spanish Earth en la que podemos contemplar a Jesús Martínez de Aragón momentos antes de caer abatido en la Casa de Campo. Aparece en las últimas secuencias del fragmento, a partir del minuto 6. En otros fragmentos también aparece, esta vez en las trincheras de la Colonia Metropolitana junto al Hospital Clínico.


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